Publicado por Juan Carlos el abril 28, 2009 a las 5:30pm em todoele
Hubo un tiempo en que la humanidad era diferente
de como la conocemos hoy día, era transparente, era de cristal. De alguna
manera la esencia era parecida… barro, tierra, agua… pero en aquellos días
antiguos el fuego era el elemento esencial, marcaba su presencia por doquier,
el fuego era la vida. Los volcanes eran muchos y todos ellos activos. El aire,
por llamarlo de algún modo, tenía una venenosa mezcla de metales pesados. Los
ríos eran de lava candente y serpenteaban por todo lugar hiriendo la emergente
corteza de tierra negra e iluminando de oro y sangre la cruel noche más allá de
la pre-historia que imaginamos. Así, extrañas formas de vida unicelular
progresaron sin saber exactamente a que reino irían a parar. Muchas de ellas
parecían animales pero eran vegetales en realidad; otras parecían vegetales
pero realmente eran minerales… En aquella confusión inicial aquel “homo vitreo”
apareció (no sabemos bien como) para ser una figura diferenciada. Desde sus
inicios contó con la bendición de dominar el tiempo y las artes. Allí, en aquél
terrible escenario, animales inconclusos peleaban entre el mar sulfuroso y la humeante
tierra trémula, buscando cualquier cosa para calmar sus apetitos. Allí, en
aquel paisaje infernal, aquellas comunidades de hombres vítreos (podemos
llamarlos de hombres, no podrían ser llamados de otra manera), comenzaron a
progresar. Al principio eran pocos pero el paso inexorable de los milenios, su
gran capacidad de adaptación (su estómago era de diamantes) y su inteligencia,
les hizo multiplicarse y ocupar todos los rincones del Gran Continente Madre,
Pangea.
Los días y las noches no hicieron otra cosa que constatar lo previsible. La Luna, vieja testigo se enfrió
poco a poco y con sus reflejos luminosos sirvió de guía para que aquellas
emergentes comunidades profundizasen en el desarrollo de habilidades
matemáticas, de cálculos astrofísicos, de teorías y corrientes filosóficas, de
innumeras y variopintas religiones… pero, sobre todo, de un anhelo, de un
sentimiento gregario y nada común, el deseo de volar… Habían observado el tosco
planeo de alguno de los animales que poblaban los acantilados y se quedaban
encandilados, maravillados, con el dominio y la pericia de estos. Había
diferentes especies y tamaños pero nada comparable con el portentoso Senix, un
animal endemoniadamente bello y raro que dominaba aquellos cielos conturbados
con fumarolas y explosiones de material ígneo. Esa era la única figura que
podían reproducir o tatuar. Era, de alguna manera, su Dios. Estaban
hipnotizados. Todos. En aquellos sangrientos atardeceres no había otro
espectáculo más esperado que el vuelo de aquellos privilegiados seres. Como los
envidiaban…
El progreso de aquellas comunidades se hizo patente con la creación de
preciosas herramientas de vidrio; de imponentes edificios con ladrillos de
cristal; de miradores portentosos con mil espejos junto a los acantilados donde
aquellos prodigiosos dueños del arte del vuelo desovaban. Si alguno de los
frecuentes terremotos los destruía, ellos recuperaban los restos de las
construcciones para reciclarlos… como aparatos de comunicación, pantallas de
plasma, espejos maravillosos, nuevos ladrillos coloridos o en ostentosas
vestimentas con sutiles transparencias, hasta superar con creces los logros
conseguidos por la generación anterior. Todo aquel material era aprovechado
inteligentemente haciendo variadas composiciones moleculares resistentes y
dúctiles, pero de cristal. Estaban especializados, ellos eran transparentes y
conocían bien su naturaleza. Los antiguos libros eran del mismo material y las
bibliotecas… hasta el tiempo era medido gracias a la materia madre… sus relojes,
eran hechos con precisos e uniformes granos de arena, de cuarzo, bien
cristalizados que caían rítmicamente en las diferentes ampollas que atrapaban
el tiempo presente y hacían de él pasado reciente o eterno, mítico y oscuro.
Las artes… que decir de aquellas delicadas y majestuosas pinacotecas... La
evolución de sus leyes, su justicia social, todo era equilibrado excepto su
pasión ancestral y fustrada por el vuelo. Ellos no tenían prisa por vivir, solo
tenían prisa por volar. Lo intentaron, por supuesto… pero, infelizmente, no
podemos decir que lo consiguieran.
De esta forma, nadie hizo mucho caso con las primeras muertes. La noticia no se
comentó ni tan siquiera cuando ocurrieron los primeros casos en masa. Iniciaron
esta corriente grupos de ancianos que, hartos de vida, procuraron dar sentido a
su existencia acabando con ella. Les siguieron algunos deportistas retirados
procurando alguna exclusiva para sustentar el estatus de sus familias. Todos
individualizaron esa información y la rumiaron con los ojos vidriados en la
televisión sin decir nada ni a la familia, ni a los amigos. De alguna manera
solo con mirarlos a la cara ya se sabía que estaban pensando… no eran de
guardar secretos. El caso es que cierto día, aquel continuo asombro y adoración
grupal por volar fue acercando comunidades enteras cada vez más cerca de los
acantilados y los desastres, las calamidades fueron tornándose naturales. Esa
naturalidad los siguió empujando a la vera de los riscos todos los atardeceres.
Familias enteras se acercaban día tras día a los miradores y se sentaban
colgando las piernas en el vacío (no tenían vértigo). Muchos no resistían la
tentación y cegados por el sol, sucumbían a la belleza del momento y saltaban.
Los niños imitaban a sus padres y les seguían en el fugaz vuelo. El choque
contra las piedras del fondo era escalofriante y generaba un sonido terrible y
cruel, un barullo mortal y definitivo a cristales rotos. Los restos eran
rítmica y mecánicamente barridos por aquellas ondas turquesas que enviaba
impasible el horizonte marino. Así, como una cruel y metódica inmolación,
familias enteras, sociedades enteras sucumbieron en toda la costa del
continente primigenio. También llegó aquella terrible hipnosis suicida a los
poblados del interior, donde se saltaba desde miradores construidos en las
montañas más agrestes, cerca de los volcanes donde los dioses anidaban.
Algunos rebeldes consiguieron reflexionar sobre aquella locura pero el dolor
les hizo desistir. Parecía que nadie podía hacer nada frente a aquel capricho,
aquella sublime pasión incontrolada. Se quedaban, grupos enteros, colgados en
aquellos miradores viendo los Senixs realizar sus piruetas y planear antes de
recogerse… En ese momento cuando el cielo quedaba vacío y el sol comenzaba a
esconderse, nacía dentro de ellos un impulso, un acto reflejo interior, una
inercia. Y entonces se incorporaban, alzaban sus brazos y mirando al sol
saltaban al vacío con una sonrisa traslúcida en el rostro. Saltando el primero,
casi todos seguían detrás, aprovechando, estúpida y alegremente el corto salto,
sin pensar que dejaban para atrás… Al día siguiente, los escasos supervivientes
no tenían ninguna motivación extra para vivir en aquellas ciudades fantasma y
no podían hacer otra cosa que emular el espectáculo del día anterior… y del
anterior… y del anterior… observando la siguiente puesta de Sol.
La tierra se enfrió. Los volcanes de ahora ya no son como los de antes. El
continente madre dio lugar a otros que intentan abrazar el planeta. El océano
murió y resucitó varias veces y parece que vuelve a morir. Los restos de
aquella civilización aparecen ahora en minas o en playas inexpugnables como
hermosas piedrecitas de diferentes colores. Algunos de estos vestigios son
usados como adorno para delicados pescuezos que intentan darle sentido a la
palabra jerarquía… pero, en esta nueva sociedad (no tan transparente pero con
libros y bibliotecas de cristal) algo no cambió, algo quedó inmutable y pasó
para nuestro código genético de homo zappiens como un virus pre-histórico.
Seguramente, fuimos contaminados por los primeros vasos o jarras que sirvieron
para beber o almacenar el vino, la cerveza o el agua… Tal vez fueron… tal vez
sean los espejos que reflejan (algunas veces) nuestra propia imagen. Debe de
ser ese pérfido rasgo de la auto-destrucción. Y hoy millones de años más tarde,
nosotros también estamos hipnotizados por el vuelo, por el vuelo de esos
satélites que nos reenvían información de pájaros y pájaras, directamente a
nuestros teléfonos móviles, a nuestros ordenadores (que nos ordenan…). Y
colocamos a nuestras familias, a nuestros amigos, a nuestra sociedad… al borde
del abismo. Sin escucharlos, sin escucharnos. Cegados por el Sol. Hasta nos
olvidamos del delicado y sutil equilibrio que tiene nuestro planeta… nuestra
madre. Y cada día, cada atardecer… sin poder remediarlo, saltamos.
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