¡Sí, yo soy un lancero negro. Uno de "aquellos lanceros negros"...!
Esa era la respuesta serena y esperada para la pregunta temblorosa de aquel
"alemán" de la colonia, accidentado en el barranco de los porongos
que, a duras penas, podía aguantar
el dolor o pronunciar dos palabras seguidas sin sentir como la sangre se le escapaba
de sus heridas.
Los ojos gastados de aquel gaucho parecieron transmitir mucho más de lo que
dijo en aquellas breves palabras que resonaron como truenos y fueron
llevadas por el viento hasta más allá del horizonte pampeano, en busca de un
sol que huía. Su sonrisa triste se fue diluyendo entre la niebla del barranco y
su tez morena, maltratada por los fríos amaneceres, confundiéndose
entre las sombras de los matorrales. Poco después su imagen se agrandó junto a
una hoguera, el lancero terminaba de cebar un amargo... para ofrecérselo al
herido, a la vez que lo tapaba con una confortable manta. Las
tintineantes brasas se iban escapando para el oscuro cielo como haciendo parte
del firmamento, rumbo al cruceiro do sul,
mientras el frío se iba adueñando de la tierra. Otro mate y un pañuelo húmedo
limpiando su rostro ensangrentado fue lo último que Roberto recordaba antes de
ver como aquellas luces tintineantes se movían a pares, parpadeaban cerca de él...
y le sonreían, para después alejarse silenciosamente. Eran muchos más, eran
unos centenares, eran ellos... estaban allí junto a él. Eran los lanceros.
En la mañana siguiente, aquel malherido transportista de verduras se
despertó junto a la cuneta de la carretera por donde había caído. Estaba bien
acomodado junto a una “figueira” vieja. El rastro de la frenada se podía
ver claramente en el gastado asfalto y en el nuevo velo blanco de la
helada. El sol apareció fugazmente entre la bruma, desde el lugar contrario,
como con amnesia de su cobarde atardecer y desde su improvisado lecho, aquel
mozo de 33 años, natural de Canguçu, vió en el fondo del barranco su
vieja furgoneta azul. Estaba destrozada junto a la carga vegetal, con las cajas
multicolores esparcidas en torno de ella... Al lado, numerosos hombres, con
ponchos grises y semblante triste, enarbolaban las pesadas e inútiles lanzas farropilhas con el desencanto de quienes
fueron victimas de la traición y el olvido. Apagaban los rescoldos de aquellas
hogueras, sin prisa alguna, y se confundían con el horizonte utópico y mítico
de La Pampa.
Poco después llegaron varios coches que pararon con violencia junto al
herido. Gritaron, lo zarandearon y pidieron ayuda con sus teléfonos móviles y,
en pocos minutos, el ruido de sirenas se hizo presente en el local. La policía
llegó y señalizó aquella curva maldita. La ambulancia por poco no cayó también
al barranco y los enfermeros se esmeraron en atender a Roberto que, en estado
lastimoso, no podía ni contestar a las inconvenientes preguntas de todos.
Varios niños que salieron de los coches para hacer un pis, y aprovechar la
parada, miraban como hipnotizados al fondo de la ladera, hacia la furgoneta y
parecían ver algo más que el resto de la gente que se agolpaba para ver las
secuelas del accidente. Aquellos rapaces saludaban de forma extraña al vacío y
Roberto, imitándolos, juntó sus últimas fuerzas para derramar de sus labios un
último y sincero adiós...
Una lágrima de impotencia fue la última gota de expresión del rubicundo
ensangrentado que cayó exhausto en la hamaca mientras era introducido dentro de
la ruidosa ambulancia.
Los policías recogieron los efectos personales del herido y los metieron en
una bolsa. Eran pocas cosas, una cuia,
una bomba de plata, un pañuelo rojo
lleno de sangre seca y un poncho viejo, muy viejo y gastado, rasgado, con
señales de haber sido baleado... Entre ellos comentaron:
- No sé como ha podido
resistir a esta noche tan fría... menos mal que tenía el mate... y el poncho.
Este, es de los antiguos.... calienta de verdad. Este viejo poncho le ha
salvado la vida.
- Ya..., pero lo que
no entiendo es como pudo subir la cuesta con esa vegetación y con las dos
piernas quebradas... No es tan fácil salir vivo del barranco de los
Porongos. Además la “cuia”
estaba todavía caliente y la bomba de plata es vieja, muy vieja… ¿Has visto la
fecha que tiene?
28 de novembro de 1.844
J. Carlos Grey
J. Carlos Grey